Siempre me ha llamado la atención el uso del relleno. Todo lo que se pueda comunicar de forma directa y reducida será siempre mejor. El buen cine es capaz de transmitir muchísima información, contexto y emociones con unos pocos segundos de metraje, sin que los protagonistas lleguen a pronunciar una palabra.
De alguna manera recurrir al relleno se hace por una suerte de círculo vicioso en el que se exige para por un lado y se ofrece por el otro. Como si la comunicación se valorara al peso. Hay personas que incluso son capaces de rellenar sus conversaciones con discursos infinitos en los que se dice realmente poco.
También es cierto que a la hora de la toma de decisiones, las personas son más influenciables cuando se encuentran con discursos largos, dossiers enormes y megaproyectos redundantes. Es evidente que el 90% es relleno, pero de alguna manera calma algunas ansiedades tan raras como aceptadas.
Y a esto, que nos influye a todos, en mayor o menor medida, habría que darle una vuelta y apreciar lo concreto. Valorar los mensajes en los que cada palabra tiene su peso y expresa de forma clara lo que se propone. Premiar lo que huye de la ambigüedad siendo directo.
Nos iría mejor a todos los que hablamos en serio y en el tránsito nos ahorraríamos mucho tiempo, evitando a los vendehúmos.