Si quieres retrasar o empozoñar una comunicación entre dos interlocutores válidos, agrega a la ecuación un intermediario y tendrás un gran éxito. No solo se eternizarán, que también. Sino que se llegará al desastre con el consiguiente cabreo entre emisores y receptores.
Un intermediario lo mínimo que puede provocar es ruido, eso en el mejor de los escenarios. Pero normalmente la cosa va más allá. Un intermediario tiene la capacidad también de viciar la comunicación solo con la acción de repetir una versión de los mensajes adaptada a su interpretación.
Consiguiendo en muchas ocasiones enormes dosis de frustración entre cada uno de los participantes. Incluso se puede dar la situación de que los dos estén dando mensajes válidos y a la vez contradictorios. Es más, se conocen casos en los que el mensaje de ambos es exactamente el mismo, pero el intermediario los hace irreconocibles. De hecho, esto último puede darse sin intermediación, así que imagina sus potencialidades contaminantes.
En casos extremos un intermediario malicioso puede crear escenarios dantescos, solo con manipular los mensajes en un sentido u otro, haciendo que los interlocutores acaben llegando a ser irreconciliables. Todo por otorgarle veracidad a los mensajes interpretados.
Por eso es muy importante no dejarse manipular por situaciones que, de buena fe pueden ser muy confusas, y que de mala fe pueden llegar a ser tóxicas. Es importante entender que en determinadas situaciones la formalidad del intermediario es necesaria.
Pero más allá de esa formalidad, y cuando se trata de comunicaciones que buscan soluciones colaborativas y no guerra de trincheras, lo mejor es saltárselo y hablar directamente. Todo lo anterior se multiplica exponencialmente cuando hay más de un intermediario. Lo cual solo de pensarlo da pavor.