Habitualmente la vergüenza que desata la estupidez lleva a sus portadores a disimularla. De esta manera se intenta esconder, para que al menos de manera formal, no sea tan evidente. Creando así la ilusión de que no se cae tan bajo.
Sí, a un estúpido le suele valer la ridiculez antes que el reconocimiento expreso de lo que dice. Gracias a estos formalismos se pueden mantener conversaciones sin que los interlocutores se vean en una situación demasiado incómoda. Este refugio formal al que se agarra el estúpido ayuda también a su entorno, menos mal.
Pero en ocasiones, pocas la verdad, te puedes acabar encontrando fuera de este marco. Y es cuando te encuentras con la pared de la estupidez. Algo a lo que, el resto de mortales, no estamos preparados, que nos descoloca y desarma por igual.
Este tipo de estúpido que no se reconoce, se enorgullece de sí mismo, utilizando sus defectos como virtudes. Es fácil detectarlo por frases tipo ‘Sobre este tema soy un ignorante, pero lo que habría que hacer es…‘.
La tendencia natural cuando te topas con estas argumentaciones es la de explicar y detallar con conocimiento y datos empíricos, pero esto no hace más que validar sus argumentos. El esquema mental es claro e inequívoco: Me da igual lo que digas, yo pienso esto otro.
Esa pared no se puede superar ni derribar. Lo mejor es sortearla. Alejarse es lo más recomendable, pero a veces no es posible. Así que en ocasiones no queda más que rodearla, normalmente con alguna otra estupidez, que siempre será mejor acogida.