Las redes sociales tocaron techo hace unos pocos años y como la lógica indicaba llegaría un momento en el que se produciría un descenso, sobre todo en su actividad, en un proceso de normalización.
Esto que ya era previsible se ha visto acelerado por dos factores concomitantes. Por un lado la toma de conciencia de la exposición social digital y por otra la alternativa que ofrecen los servicios de mensajería como Whatsapp.
La percepción de necesidad de poner coto a la privacidad ha crecido mucho en los dos últimos años, no tanto la necesidad en sí mismo. Pero en la época en que estamos las percepciones, rumores o tendencias son más potentes que las constataciones, noticias y realidades.
Y solo ha hecho falta que se de esta situación para que cada vez más usuarios que necesitan la aprobación y el reconocimiento de cada paso de su vida, expresado en interacciones, haya decidido dar rienda suelta a su egolatría digital ahora a través de grupos de Whatsapp. En todo un ejercicio de ilusión de privacidad efectivo a la vez que contradictorio.
Lo que es seguro, es que sin que hubiera existido alternativa, el paso no se estaría dando. Porque la necesidad de exposición para muchas personas ha llegado de forma permanente.
Generando una situación bastante ridícula que implica a los participantes. Que por su mayor proximidad, acaban viéndose comprometidos socialmente a responder siempre de forma lúdico–festivo–aprobatoria a cualquier tontería mensaje que se decida compartir.
Lo que solo alienta al compartidor, que cual ratón de laboratorio, recibe su premio de dopamina y vuelve a su rueda a seguir corriendo. Por eso la vertiente social de Whatsapp cada vez tiene más tracción, para desgracia de los que la utilizan como forma de comunicación.