Más de dos meses de confinamiento y llegamos a una estado raro en el que queremos salir, volver a la normalidad –a la de antes– o al menos a la nueva normalidad. Pero tampoco, porque cuando podemos salir no queremos o nos supone un esfuerzo.
El cambio de fase es una especie de estafa, en la que sales y ves peligros por falta de conciencia, y si no los ves te los imaginas. Con lo que ni modo, tampoco es que se pueda hacer nada del otro mundo.
En este estado de contradicción acabas cansado de estar en casa todo el día mientras que no te apetece salir. Las ansias y los deseos te juegan una mala pasada, y al salir lo compruebas.
Quieres ir a echar una caña con los colegas en algún sitio al aire libre donde haga sol. Puedes salir, pero aunque consiguieras cuadrar con los colegas, la cervecita y el sol, sabes en tu interior que no estarías relajado.
Y esa es la sensación que nos falta, la de seguridad, no una autoreafirmada, sino real. Luego racionalizas la situación y te das cuenta de que habrá que esperar, no poco como creías al principio, ni siquiera unos meses, porque ya pasaron.
Ahora sabemos que la cosa va para largo y que todo tardará mucho más de lo que creíamos. Habrá que hacerse un replanteamiento más grande, pero con esta contradicción se hace difícil.